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"La Vaca Que Lloraba Y Otros Cuentos Budistas Acerca De La Felicidad" - Ajahn Brahm [Selección]

En este post haré una selección de los mejores cuentos (a mi criterio) del libro "La vaca que lloraba y otros cuentos budistas acerca de la felicidad" del autor Ajahn Brahm, un monje budista, abad y director espiritual de la Sociedad Budista de Australia Occidental.


La vaca que lloraba - Portada

Este libro es una colección de cuentos budistas que el autor, Ajahn Brahm, recolectó durante sus viajes ejerciendo su labor como monje. Los relatos están escritos al estilo de parábolas, para que la comprensión sea más clara para nosotros, los occidentales. Los cuentos tocan temas como el sufrimiento, el perdón, la esperanza, la sabiduría y el amor incondicional.


He seleccionado algunos cuentos que considero relevantes por el mensaje que dan y por la profundidad de sus enseñanzas.


"La vaca que lloraba y otros cuentos budistas acerca de la felicidad" [Selección de cuentos]


He elegido los siete mejores cuentos para mí. Vamos con la selección:


1. Dos ladrillos mal puestos


Después de comprar el terreno para nuestro monasterio en 1983, nos quedamos sin un céntimo. Teníamos deudas. No había ningún edificio en la finca, ni siquiera un cobertizo. Esas primeras semanas dormimos sobre unas puertas viejas que habíamos comprado baratas en una chatarrería y que colocamos sobre unos ladrillos para elevarlas del suelo. (Por supuesto, no había ningún colchón: éramos monjes del bosque).


El abad tenía la mejor puerta, la plana. Mi puerta estaba acanalada y tenía un agujero considerable en el centro, donde había estado el picaporte. Fue una suerte que hubieran quitado el pomo, pero eso había dejado un agujero en el centro de mi cama-puerta. ¡Bromeaba diciendo que ya no tenía necesidad de salir de la cama para ir al váter! La cruda verdad era, sin embargo, que el viento soplaba por el agujero. No dormí mucho aquellas noches.


Éramos monjes pobres y necesitábamos unos edificios. No podíamos permitir contratar a un constructor; los materiales eran ya bastantes caros. Así que tuve que aprender a construir: cómo preparar los cimientos, echar el hormigón y poner ladrillos, levantar el tejado, instalar la fontanería...; todo, en definitiva. Había sido físico teórico y profesor en un instituto en la vida laica, no estaba acostumbrado a trabajar con las manos. Después de unos años, llegué a ser bastante hábil en la construcción, incluso llamé a mi equipo la BBC (Buddhist Building Company). Pero al principio fue muy difícil.


Puede parecer que poner un ladrillo es una cosa sencilla: basta una paletada de mortero debajo, un golpecito aquí, otro golpecito allá. Pero cuando empecé a poner ladrillos, si daba unos golpes en una esquina para nivelarla, se levantaba la otra. Así que daba un golpe en esa otra esquina para que bajara, y entonces el ladrillo quedaba desalineado. Después de empujarlo de nuevo a su lugar, la primera esquina estaba otra vez demasiado alta. ¡Inténtalo y verás!


Como era monje, tenía paciencia y tanto tiempo como necesitara. Me aseguraba de que cada ladrillo estuviera perfecto, sin importarme el tiempo que me llevara. Finalmente, terminé mi primera pared de ladrillo y me eché hacia atrás para admirarla. Fue entonces cuando vi que —¡oh, no!— había descuidado mi atención con dos ladrillos. Todos los demás estaban bien puestos, pero estos dos habían quedado torcidos y la impresión era horrible. Estropeaban toda la pared. La arruinaban.


Para entonces, el mortero de cemento estaba ya demasiado duro para quitar los ladrillos, así que pregunté al abad si podía echar abajo la pared y comenzarla de nuevo, o, mejor incluso, volarla. Lo había hecho muy mal, y estaba muy avergonzado. El abad me respondió que no, que la pared debía quedarse como estaba.


Cuando enseñaba a nuestros primeros visitantes nuestro monasterio en ciernes, siempre trataba de evitar que pasaran por delante de mi pared. Odiaba que alguien la viera. Luego, un día, unos tres o cuatro meses después de que la terminara, estaba paseando con un visitante y vio la pared.

—¡Qué muro más hermoso! —comentó con aire despreocupado.

—Señor —repliqué sorprendido—, ¿acaso se ha dejado las gafas en el coche? ¿Es usted corto de vista? ¿No ve esos dos ladrillos mal colocados que estropean toda la pared?

Lo que él dijo a continuación cambió toda mi visión de la pared, de mí mismo, y de muchos otros aspectos de la vida.

Me dijo:

—Sí, claro que veo esos dos ladrillos mal puestos. Pero veo también los novecientos noventa y ocho ladrillos bien puestos.


Me quedé atónito. Por vez primera en más de tres meses, podía ver otros ladrillos en esa pared aparte de los dos mal colocados. Por encima, por debajo, a la izquierda y a la derecha de los ladrillos mal puestos había ladrillos bien puestos, ladrillos perfectos. Además, los ladrillos perfectos eran muchos, muchos más que los dos mal colocados. Antes, mis ojos se centraban exclusivamente en mis dos equivocaciones; estaba ciego para todo lo demás. Por eso no podía soportar mirar esa pared, o que otros la vieran. Esa era la razón de que quisiera destruirla. Ahora que podía ver los ladrillos bien colocados, la pared no tenía mal aspecto, después de todo. Era, como había dicho el visitante, "un hermoso muro de ladrillos". Actualmente, sigue allí todavía, veinte años más tarde, pero he olvidado dónde estaban exactamente los dos ladrillos mal puestos. Literalmente, ya no puedo ver esas equivocaciones.


Verdaderamente, hay muchos, muchos ladrillos bien puestos, ladrillos perfectos —por encima, por debajo, a la izquierda y a la derecha de los mal colocados—, pero a veces no podemos verlos. En cambio, cada vez que miramos, nuestros ojos se centran exclusivamente en los errores. Los errores son todo lo que vemos, y lo único que nos parece real, por eso queremos destruirlos. Y a veces, lamentablemente, destruimos "un muro muy hermoso".


Todos tenemos nuestros ladrillos mal puestos, pero los ladrillos perfectos que hay en cada uno de nosotros son muchos, muchos más de los equivocados. Una vez que vemos esto, las cosas no son tan malas.


“Sí, claro que veo esos dos ladrillos mal puestos. Pero veo también los novecientos noventa y ocho ladrillos bien puestos.”

Dos ladrillos mal puestos


2. El demonio comedor de ira


Hace mucho tiempo, en un palacio de un reino lejano, entró un demonio mientras el rey estaba afuera. El demonio era tan feo, olía tan mal y era tan asqueroso lo que decía que los guardias y otros trabajadores del palacio se quedaron paralizados por el horror. Esto permitió al demonio acceder con grandes zancadas a las salas exteriores, luego al salón de audiencias reales, y luego sentarse en el trono del rey. Al ver al demonio en el trono del rey, los guardias y los demás comprendieron la gravedad de la situación.


—¡Fuera! —gritaron—. ¡No tienes derecho a estar aquí! ¡Si no te marchas ahora mismo, te acribillaremos con nuestras espadas!

Al escuchar estas encolerizadas palabras, el demonio creció unos pocos centímetros, su cara se volvió aún más horrible, el olor se hizo insoportable y su lenguaje se volvió aún más obsceno.


Se blandieron las espadas, se sacaron los puñales, se lanzaron amenazas. A cada palabra furiosa, a cada ademán furioso, incluso a cada pensamiento furioso, el demonio crecía un poco más, adquiría un aspecto más horrendo, peor era su olor y más sucio su lenguaje.


El enfrentamiento se había desarrollado durante un tiempo cuando el rey regresó y vio sentado en su trono a aquel demonio gigantesco. Nunca antes había visto algo tan repulsivamente feo, ni siquiera en las películas. El hedor procedente del demonio haría enfermar hasta a un gusano. Y el lenguaje era más repugnante que cualquier cosa que se pudiera oír entre los borrachos de las tabernas un sábado por la noche.


El rey era sabio. Por eso era rey: sabía qué hacer.

—Bienvenido —dijo efusivamente—. Sé bienvenido a mi palacio. ¿Te han ofrecido ya algo de beber? ¿Has comido?

Ante estos gestos amables, el demonio se hizo unos centímetros más pequeño, menos feo, menos hediondo y menos ofensivo.


El personal del palacio cayó en cuenta enseguida. Uno preguntó al demonio si le apetecía una taza de té:

—Tenemos Darjeeling, English Breakfast y Earl Grey. ¿O prefieres un Peppermint? Es bueno para la salud.

Otro pidió por teléfono una pizza, tamaño familiar, para un demonio de semejante tamaño, mientras que otros preparaban bocadillos: de jamón diabólico, por supuesto. Un soldado dio al demonio un masaje en los pies, mientras que otro le masajeaba las escamas del cuello. "¡Mmmm! Qué agradable es esto", pensó el demonio.


A cada palabra, hecho o pensamiento agradable, el demonio se hacía cada vez más pequeño y menos feo, menos maloliente y ofensivo. Antes de que llegara el chico de la pizza con el pedido, el demonio ya se había encogido al tamaño que tenía cuando se sentó inicialmente en el trono. Pero no por eso dejaron de ser amables. Luego, tras un acto más de amabilidad, se desvaneció por completo.

Llamamos a esos monstruos "demonios comedores de ira".


“A cada palabra, hecho o pensamiento agradable, el demonio se hacía cada vez más pequeño y menos feo, menos maloliente y ofensivo.”

El demonio comedor de ira


3. También esto pasará


El nuevo preso tenía miedo y estaba muy deprimido. Las paredes de piedra de su celda absorbían cualquier calor, las fuertes barras de hierro se burlaban de toda compasión; el discordante ruido del acero, al cerrarse las puertas, encerraba la esperanza de toda posibilidad. Su corazón se hundía a tanta profundidad como se alargaba su sentencia. En la pared, junto al cabecero del catre, vio arañadas en la piedra las palabras siguientes: "TAMBIÉN ESTO PASARÁ".


Estas palabras le ayudaron a recobrar el ánimo, como debieron ayudar al preso que estuvo anteriormente en esa celda. Por más duras que fueran las situaciones que tenía que vivir, pensaba en la inscripción y recordaba: "También esto pasará". El día que fue liberado, supo que aquellas palabras eran ciertas. Había completado su tiempo; también la cárcel había pasado.


Cuando recuperó su vida, con frecuencia pensó en ese mensaje, escribiéndolo en trozos de papel para dejarlos junto a la cabecera de su cama, en el coche y en el trabajo. Incluso cuando las cosas iban mal, nunca llegó a deprimirse. Simplemente recordaba: "También esto pasará", y conseguía salir adelante. Los malos momentos no parecían tan largos. Luego, cuando llegaban los momentos buenos, los disfrutaba, pero nunca demasiado despreocupadamente, pues también entonces recordaba: "También esto pasará", y así continuó haciendo su camino por esta vida, sin pensar que todo dura eternamente. De este modo, los momentos buenos siempre parecían ser inhabitualmente largos.


Incluso cuando tuvo cáncer, "También esto pasará" le proporcionó esperanza. La esperanza le dio la fuerza y la actitud positiva que le permitió vencer la enfermedad. Un día, el especialista confirmó que "también el cáncer había pasado".


Al final de sus días, en su lecho de muerte, susurró a sus seres queridos: "También esto pasará", y se dispuso relajadamente a morir. Sus palabras fueron su último regalo de amor a su familia y sus amigos. Aprendieron de él que "también el dolor pasará".


“Por más duras que fueran las situaciones que tenía que vivir, pensaba en la inscripción y recordaba: "También esto pasará".”

También esto pasará


4. Un camión cargado de estiércol


Imagina que has pasado una tarde maravillosa en la playa con un amigo. Cuando vuelves a casa, encuentras que un enorme camión cargado de estiércol ha sido descargado justo delante de tu puerta. Hay tres cosas que están claras sobre esta carga de estiércol:

  • Tú no la encargaste, no es culpa tuya que esté ahí.

  • No sabes qué diablos hacer con ella. Nadie ha visto quién descargó el estiércol, así que no puedes llamar a nadie para que lo retire.

  • Es sucio y repugnante, y su hedor llena toda la casa. Es casi imposible soportarlo.


En esta metáfora, la carga de estiércol delante de la casa representa las experiencias traumáticas que se descargan sobre nosotros en la vida. Como con la carga de estiércol, hay tres cosas que debemos saber sobre la tragedia en nuestra vida.

  • No la encargamos a nadie. Por eso decimos: ¿Por qué a mí?

  • No sabemos qué hacer con ella. Nadie, ni siquiera nuestros mejores amigos, pueden llevársela (aunque puedan intentarlo).

  • Es muy terrible, es un elemento destructor de nuestra felicidad, y su dolor llena nuestra vida. Es casi imposible de soportar.


Hay dos maneras de responder cuando uno se encuentra con una carga de estiércol. La primera es llevar la mierda con nosotros a todas partes. Metemos parte en los bolsillos de la chaqueta, en la camisa, y parte la llevamos en bolsas. Incluso metemos algo en el pantalón. Descubrimos que cuando llevamos la mierda por todas partes, ¡perdemos un montón de amigos! Parece que incluso los mejores amigos ya no están tan cerca de nosotros como solían estarlo. "Llevar la mierda a todas partes" es una metáfora del hecho de hundirse en la depresión, la negatividad o la ira. Es una respuesta natural y comprensible ante la adversidad, pero perdemos un montón de amigos, porque es también natural y comprensible que a nuestros amigos no les guste estar cerca de nosotros cuando estamos deprimidos. Además, el montó de mierda no va a menos, sino que su olor es peor a medida que el tiempo pasa.


Afortunadamente, hay una segunda respuesta. Cuando nos han descargado un camión de estiércol, lanzamos un suspiro, y luego nos ponemos manos a la obra. Sacamos la carretilla, la horca y la pala. Cargamos con la horca el estiércol en la carretilla, la llevamos a la parte trasera de la casa, y la enterramos en el jardín. Este es un trabajo cansado y difícil, pero sabemos que no hay otra opción. A veces, todo lo que podemos trasladar es media carretilla la día. Pero estamos haciendo algo con el problema, en lugar de quejarnos de la depresión. Día tras día, enterramos estiércol. A veces lleva varios años, pero llega la mañana en que vemos que el estiércol que estaba delante de la casa ha desaparecido por completo. Además, ha sucedido un milagro en la otra parte de la casa. Las flores inundan nuestro jardín con un maravilloso despliegue de colores. Su fragancia flota por la calle, de manera que nuestros vecinos, e incluso los transeúntes, sonríen con deleite. Además, el frutal del rincón está doblado por el peso de la fruta. Y los frutos son especialmente dulces. No se puede comprar nada parecido. Hay tanta fruta que podemos compartirla con nuestros vecinos. Incluso los transeúntes pueden probar el saber delicioso de la fruta milagrosa.


"Enterrar el estiércol" es una metáfora para dar la bienvenida a las tragedias como fertilizantes de la vida. Es un trabajo que tenemos que hacer solos: nadie puede ayudarnos en eso. Pero al hundirlo en el jardín de nuestro corazón, día tras día, la carga de dolor disminuye. Puede llevar varios años, pero llega la mañana en que ya no vemos más dolor en nuestra vida y ha sucedido un milagro en nuestro corazón. Las flores de la amabilidad se abren por todas partes, y su fragancia impregna el aire de toda la calle, llegando a nuestros vecinos, a nuestros parientes, e incluso a los transeúntes. Entonces nuestro árbol de la sabiduría del rincón se inclina hacia nosotros, cargado del dulce discernimiento en la naturaleza de la vida. Compartimos esos frutos deliciosos con generosidad, incluso con aquellos que pasan ocasionalmente por allí, sin planificar nada.


Cuando hemos conocido la tragedia del dolor, cuando hemos aprendido su lección y cultivado nuestro jardín, entonces podemos poner nuestros brazos alrededor de otro que esté pasando por una situación de tragedia y decir: "Lo sé". Ellos se dan cuenta de que comprendemos. Surge la compasión. Les mostramos la carretilla, la horca y la pala, y el ánimo ilimitado. Pero si todavía no hemos cultivado nuestro propio jardín, no podemos hacer esto. [...]


Tal vez la moraleja de esta historia sea que si quieres ser de utilidad para el mundo, si deseas seguir el camino de la compasión, entonces, la próxima vez que se produzca una tragedia en tu vida, debes decir: "¡Hurra! ¡Más fertilizante para mi jardín!".


“Cuando hemos conocido la tragedia del dolor, cuando hemos aprendido su lección y cultivado nuestro jardín, entonces podemos poner nuestros brazos alrededor de otro que esté pasando por una situación de tragedia y decir: "Lo sé". Ellos se dan cuenta de que comprendemos. Surge la compasión.”

Un camión cargado de estiércol


5. La vaca que lloraba


Un día, llegué temprano a dirigir mi clase de meditación en una cárcel de baja seguridad. Un delincuente, al que no había visto nunca antes, me estaba esperando para hablar conmigo. Era un hombre muy fuerte, con pelo y barba espesos y brazos tatuados; las cicatrices de su cara me decían que había participado en muchas peleas violentas. Me miró de una manera tan temible que pregunté por qué quería aprender a meditar. No era el tipo. Por supuesto, yo estaba equivocado.


Me contó que pocos días antes había sucedido algo que le había conmocionado profundamente. Cuando comenzó a hablar, advertí su fuerte acento del Ulster (Irlanda). Para darme algunos antecedentes, me contó que había crecido en las violentas calles de Belfast. Su primer apuñalamiento se produjo cuando tenía siete años. El matón de la escuela le había exigido el dinero que tenía para su comida. Dijo que no. El chico mayor sacó un largo cuchillo y le pidió el dinero por segunda vez. Él se negó de nuevo. El matón no preguntó por tercera vez, solo hundió el cuchillo en su brazo, lo sacó y se marchó.


Me contó que corrió conmocionado desde el patio del colegio, con el brazo chorreando de sangre, hasta su casa, que estaba cerca de allí. Su padre, que estaba en paro, examinó la herida y llevó a su hijo a la cocina, pero no para vendársela. Abrió un cajón, sacó un gran cuchillo de cocina, se lo dio a su hijo y le ordenó que volviera a la escuela y le asestara una puñalada al otro chico. Así es como había sido educado. De no haber sido tan fuerte, habría muerto hacía tiempo.


La cárcel era una granja prisión en la que los presos sentenciados a condenas de corta duración, o los de larga condena pero ya próximos a ser puestos en libertad, podían prepararse para la vida exterior, algunos aprendiendo un oficio agrícola. Además, los productos de la granja de la prisión proporcionaban a todas las cárceles cercanas a Perth (Australia) comida barata, manteniendo unos costes bajos. En las granjas australianas no solo se cultiva trigo y verduras, sino que también se crían vacas, ovejas y cerdos; y eso es lo que hacían en la granja de la cárcel. Pero, a diferencia de otras, la granja de la cárcel tenía su propio matadero, allí mismo.


Todos los presos tenían que tener un empleo en la granja prisión. Los internos me informaron de que los empleos más buscados estaban en el matadero. Esos empleos eran especialmente populares entre los delincuentes violentos. Y el más solicitado de todos, aquel por el que tenías que luchar, era el de matarife. Ese irlandés gigante y temible era el matarife.


Me describió el matadero. Las sólidas rejas de acero, amplias en la apertura, se iban estrechando hasta un solo canal dentro del edificio, con la anchura justa para que pasaran los animales de uno en uno. Junto al estrecho pasadizo, subido en una plataforma, estaba él con la pistola eléctrica. Vacas, ovejas y cerdos eran obligados a entrar en el embudo de acero utilizando perros y pinchos de hierro. Me contó que siempre chillaban, cada uno a su manera, y trataban de escapar. Podían oler la muerte, oír la muerte, sentir la muerte. Cuando un animal estaba junto a la plataforma, se retorcía, trataba de escabullirse y chillaba a voz en grito. Aunque su pistola podía matar a un toro grande con una sola descarga de alto voltaje, el animal nunca permanecía inmóvil el tiempo suficiente para apuntar correctamente. Por eso, había un disparo para aturdirlo y otro para matarlo. Uno para aturdirlo, otro para matarlo. Animal tras animal. Día tras día.


El irlandés empezó a alterarse cuando su narración se acercaba al acontecimiento, sucedido solo unos días antes, que tanto le había perturbado. Empezó a sudar. En lo que siguió, no hacía nada más que repetir:

—¡Esta es la jod... verdad de Dios!

Tenía miedo de que no le creyera.


Aquel día, necesitaban carne de vaca para las cárceles de la región de Perth. Estaban matando vacas. Un disparo para aturdir, el siguiente para matar. Era en un día de matanza normal cuando llegó una vaca con una actitud que nunca había visto antes. Aquella vaca estaba en silencio. No lanzaba ni siquiera un gemido. Su cabeza estaba gacha cuando entró, voluntariamente, lentamente, en el lugar junto a la plataforma. No se retorció, ni chilló, ni trató de escapar.


Una vez en el sitio, la vaca levantó la cabeza y miró fijamente a su ejecutor, absolutamente inmóvil. El irlandés nunca había visto nada ni siquiera mínimamente parecido. Su mente quedó paralizada por la confusión. No podía levantar la pistola; ni podía separar la mirada de los ojos de la vaca. La vaca le estaba mirando directamente a su interior.


Perdió entonces la noción del tiempo. No pudo decirme cuánto duró, pero la vaca se mantenía en contacto visual con él, y entonces advirtió algo que le conmocionó todavía más. Las vacas tienen los ojos muy grandes. Vio que en el ojo izquierdo del animal, por encima del párpado inferior, empezaba a aflorar agua. La cantidad de líquido crecía y crecía, hasta que fue demasiada para que el párpado la pudiera contener y empezó a resbalar por su mejilla poco a poco, lentamente, formando una brillante línea de lágrimas. Puertas cerradas desde hacía tiempo se abrieron lentamente en su corazón. Mientras miraba con incredulidad, vio cómo en el ojo derecho de la vaca, por encima del párpado inferior, se acumulaba más agua, que iba creciendo por momentos, hasta que, también, fue más de lo que el párpado podía contener. Un segundo hilo de agua resbaló lentamente por su cara. Y el hombre se vino abajo. La vaca estaba llorando.


Me contó que bajó su pistola, juró con toda su considerable contundencia a los agentes de la prisión que podían hacer lo que quisiera con él, "¡Pero yo no mato a esa vaca!". Terminó contándome que se había hecho vegetariano.


Esa historia era cierta. Otros presos de la granja prisión me lo confirmaron. La vaca que lloraba enseñó a uno de los hombres más violentos lo que significa cuidar de los demás.


La vaca que lloraba


6. El pescador mexicano


En una tranquila aldea mexicana de pescadores, un norteamericano de vacaciones estaba observando a un pescador del lugar descargando su pesca matinal. El americano, un profesor de éxito de una prestigiosa escuela empresarial norteamericana, no pudo resistirse a dar al pescador mexicano un pequeño consejo gratuito.


—¡Eh! —empezó el norteamericano—. ¿Cómo es que terminas tu faena tan temprano?

—Porque ya he cogido bastantes peces para alimentar a mi familia y algo extra para vender, señor —respondió alegremente el mexicano—. Ahora, comeré algo con mi esposa y, tras una pequeña siesta por la tarde, jugaré con mis hijos. Luego, después de cenar, iré a la cantina, beberé algo de tequila y tocaré la guitarra con los amigos. Es suficiente para mí, señor.

—Escúchame, amigo —le dijo el profesor de economía—: si te quedaras en el mar hasta última hora de la tarde, fácilmente pescarías el doble de peces. Podrías vender lo sobrante, ahorrar dinero y, en seis meses, tal vez nueve, podrías comprar una barca más grande y mejor y contratar algo de tripulación. Entonces pescarías cuatro veces más. ¡Piensa en todo el dinero que podrías conseguir! En un año más o dos, tendrías el capital suficiente para comprar un segundo barco pesquero y contratar más tripulación. Si sigues este plan de negocio, en seis o siete años serás el orgulloso propietario de una gran flota pesquera. ¡Imagínalo! Entonces trasladarías tu oficina central a Ciudad de México, o incluso a Los Ángeles. Después de tres o cuatro años en Los Ángeles tu empresa cotizará en el mercado de valores, y tú mismo, como director general, tendrás una generosa remuneración con importantes opciones sobre acciones. En pocos años más, ¡escucha esto!, ¡puedes realizar un proyecto de recompra de acciones de tu compañía, que te hará multimillonario! ¡Garantizado! Soy profesor de una escuela empresarial norteamericana. Entiendo de estas cosas.


El pescador mexicano escuchó atentamente lo que el entusiasta profesor tenía que decirle. Cuando hubo terminado, le preguntó:

—Pero, señor profesor, ¿qué haré yo con tantos millones de dólares?


Sorprendentemente, el profesor americano no tenía meditado su plan hasta ese punto. Así que rápidamente se esforzó en imaginar lo que haría una persona con esos millones de dólares.

—¡Amigo! Con toda esa pasta —respondió—, podrás retirarte. ¡Sí! Jubilarte de por vida. Puedes comprarte una pequeña villa en una pintoresca aldea como esta, y comprar una barquita pequeña para salir a pescar por la mañana. Puedes almorzar con tu esposa todos los días, y después echarte una siesta, sin ninguna preocupación. Por la tarde, puedes disfrutar estando con tus hijos y, después de cenar, por la noche, tocar la guitarra con tus amigos en la cantina, bebiendo tequila. Sí, con todo ese dinero, amigo mío, podrás jubilarte y tomarte las cosas con calma.

—Pero, señor profesor, todo eso es lo que yo hago ahora...


¿Por qué creemos que tenemos que trabajar tanto para hacernos ricos, y así poder encontrar después satisfacción?


“Ahora, comeré algo con mi esposa y, tras una pequeña siesta por la tarde, jugaré con mis hijos. Luego, después de cenar, iré a la cantina, beberé algo de tequila y tocaré la guitarra con los amigos. Es suficiente para mí, señor.”

El pescador mexicano


7. El hombre con cuatro esposas


Un hombre que tenía éxito en la vida mantenía a cuatro esposas. Cuando su vida estaba a punto de extinguirse, llamó a su cabecera a la cuarta esposa, la más reciente y la más joven.

—Querida —dijo, acariciando su hermosa figura—, en un día o dos, moriré. Después de la muerte, me sentiré solo sin ti. ¿Vendrás conmigo?

—¡De ninguna manera! —declaró la muchacha—. Yo debo quedarme aquí. Pronunciaré las alabanzas en tu funeral, pero no puedo hacer nada más.

Y salió a grandes pasos de su dormitorio.


El frío rechazo de su esposa más joven fue muy doloroso para él. Le había prestado mucha atención. De hecho, estaba tan orgulloso de ella que la escogió como acompañante en los actos importantes. Ella le daba la dignidad en su vejez. Fue una sorpresa descubrir que no le amaba como él la había amado.


No obstante, tenía tres esposas más, así que llamó a la tercera de ellas, a la que se había unido en su mediana edad. Se había esforzado mucho para conseguir la mano de su tercera esposa. La amaba profundamente por haberle dado muchas y muy profundas alegrías. Era tan atractiva que muchos hombres la deseaban; sin embargo, ella siempre le había sido fiel. Le daba una sensación de seguridad.

—Cariño —dijo, agarrándola con fuerza—, en un día o dos, habré muerto. Después de la muerte, estaré solo sin ti. ¿Querrás venir conmigo?

—¡Por supuesto que no! —afirmó la seductora joven de manera tajante—. Eso nunca se ha hecho. Te ofreceré un espléndido funeral, pero después del servicio, me iré con tus hijos.

La infidelidad de su tercera esposa le destrozó el corazón. La despidió y fue a buscar a su segunda esposa.


Había crecido con su segunda esposa. Esta no era tan atractiva, pero siempre estaba dispuesta a ayudarle en cualquier problema que sugiera y a darle consejos valiosos. Era su amiga de mayor confianza.

—Querida —dijo, mirando fijamente a sus ojos confiados—, en un día o dos habré muerto. Después de la muerte, estaré solo, sin ti. ¿Querrás venir conmigo?

—Lo siento —dijo ella disculpándose—, no puedo ir contigo. Iré hasta el pie de tu sepultura, pero no más allá.


El anciano estaba destrozado. Fue a buscar a su primera esposa, a la que había conocido aparentemente desde siempre. Le había desatendido en los últimos años, sobre todo después de que hubiera encontrado a su atractiva tercera esposa y a su distinguida cuarta esposa. Pero era su primera esposa la que era realmente importante para él, la que trabajaba en silencio sin llamar la atención de nadie. Se sintió avergonzado cuando la vio entrar mal vestida y muy delgada.

—Queridísima —dijo en tono suplicante—, en un día o dos habré muerto. Después de la muerte, estaré solo, sin ti. ¿Vendrás conmigo?

—Claro que iré contigo —replicó ella impasiblemente—. Siempre voy contigo de vida en vida.


La primera esposa se llamaba Karma. El nombre de la segunda era Familia. El de la tercera era Riqueza. Y el nombre de la cuarta era Fama. Ahora que las conoces, ¿a cuál de las cuatro esposas es más importante cuidar? ¿Cuál de ellas irá contigo cuando mueras?


El hombre con cuatro esposas



Referencia: Ajahn Brahm - La Vaca Que Lloraba Y Otros Cuentos Budistas Acerca De La Felicidad.

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